La crónica: periodismo, literatura e historia

Jorge Martillo es tal vez el escritor más leído de Ecuador. Sus poemas son valorados, pero la mayoría de sus miles de lectores lo siguen desde hace más de dos décadas en las páginas de diario El Universo, de Guayaquil. Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas, con prólogo de Rodolfo Pérez Pimentel y fotografía de portada de Ricardo Bohórquez, es una selección de sus crónicas en que las antiguas costumbres, las historias callejeras, la poesía legendaria y la muerte y el erotismo se abrazan con un humor extraño y siempre leal y respetuoso con la materia que presentan. El libro está ya a la venta en Amazon.com


Fotografía de Ricardo Bohórquez
ISBN: 978-0-9852790-4-2

PENÉLOPE EN GUAYAQUIL


Había visto a la vieja un millar de veces, siempre con el mismo raído vestido rosa; siempre abrigada aunque hiciera calor; siempre con un bolso repleto de chucherías.

Siempre sentada bajo los almendros de los parques Seminario o Centenario, en los paraderos de la calle Boyacá, en los taburetes de tiendas y boticas del sector céntrico, o dándole su frente ajada al río Guayas en las bancas del Malecón.

Cuando la observaba, imaginaba su historia. Se llamaba Penélope como la amante esposa de Odiseo que aguarda el regreso de su hombre en La Odisea de Homero.

Esa Penélope que teje y desteje para que la espera transcurra hasta el infinito de la fidelidad. Creía que la vieja era una Penélope contemporánea que aguardaba a su amado en todos los posibles lugares de Guayaquil. La idea se fortaleció con la canción “Penélope” de Joan Manuel Serrat; en ella, una Penélope envejecida espera a su amante en los andenes y cuando éste regresa envejecido también, ella lo desconoce diciéndole: tú no eres quien yo espero. 

Siempre garabateaba cuadernos escolares. Imaginaba que escribía cartas de amor imposibles de remitir a puerto alguno porque Odiseo navegaba mares extraños; suponía que deseaba que él apareciera, un día cualquiera, en el parque de las iguanas, o entre los artistas del hambre que vomitan fuego y tragan vidrios en el parque Centenario, o que descendiera, con su equipaje a cuesta, a uno de los muelles del Malecón, o que bajase del taxi que lo traería de la Terminal o simplemente tropezar con él en cualquiera de las calles de Guayaquil. 
Hasta que una tarde de sábado la vi como una virgen dormida en la banca del paradero de la calle Boyacá y Junín. Vi sus pies cansados de caminar fuera de los zapatos, su vestido rosa desteñido, el abrigo y su bolso repleto de papeles y chucherías. Dormía, sus manos sostenían el cuaderno escolar y una esferográfica de tinta roja como la sangre de los amantes. Me acerqué a mi Penélope, sigiloso como un gato, escuché sus leves ronquidos de paloma dormida en el vuelo de los años. Observé su rostro arrugado, mustio como flores de cementerio y su cabello blanco adornado con un lazo amarillo. Vi las hojas del cuaderno y no descubrí las cartas amorosas para su amado ausente, sino su firma de rasgos caóticos, su rúbrica repetida una y mil veces hasta la locura, hasta la última hoja del cuaderno. Me alejé de ella. Esa tarde yo fui Odiseo retornando a Itaca y encontrando a mi Penélope enloquecida de soledad.